ME QUEJÉ DEL TIEMPO
ME QUEJÉ DEL TIEMPO.
El deseo, hijo y rey de la visión, nos distrae la virtud de contemplar.
Existimos suspendidos en una imagen que agrada a ojos extraños y así
la oportunidad natural de disfrutar la belleza y esplendor de lo sutil, se dispersa.
Me quejé de lo nuevo, de las feas espinas y el polvo abrazador
había olvidado el color de las flores en la espiga y el viento disfrazado en la arena.
Me quejé del calor cuando aún no conocía el invierno
me quejé de los insectos que buscaban mi casa para protegerse de la lluvia, como yo.
Me queje del lodo que in-sostenía mis pies, de los puños en la brisa y del vapor nocturno.
Me quejé también de las personas porque son como la tierra que habitan
como la naturaleza que las forma. Igual de espinosas que sus cactus
resbaladizas como su albardilla, inconstantes como su clima.
Cuando conocí el invierno, el calor bajaba la guardia y no era tan infame.
Los colores se habían despedido, el azul y sus gaviotas yacían invisibles en un lienzo de nubes grises. Nubes que lloran mucho y abundante. El invierno se asemeja a una condena sin pronto juicio.
Me quejé del abrigo y las frazadas por inservibles
porque el hielo de mis huesos era soberbio y testarudo. Un poco más que autista.
Todos los días llovía, llovía suave, llovía fuerte, suave y fuerte, llovía mucho, llovía siempre.
El calor... el calor no era tan malo después de todo.
Pasó el tiempo y la mojada tiranía aplacó el polvo y coloreó de verde la hierba.
Y aunque mis quejas hacen ruido, creo que valió la pena.
Y así, en la esperada reconciliación, comenzó la aristocracia de las Mariposas
el tejido brillante de las arañas y el intenso murmullo de las moscas.
Parecía no importarme las lagartijas bajo la almohada, similares a ladrones de sueños que adoraban mi descanso.
Comencé a estrenar arrugas y una que otra peca importante, hija del amor entre mi piel y el sol.
El invierno... el invierno no era tan malo después de todo.
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